EL TERCER PISO DE LIBRERÍA PROTEO Y LA ASOCIACIÓN DE AMIGOS DEL JARDÍN BOTÁNICO-HISTÓRICO DE LA CONCEPCIÓN PRESENTAN:

07/12/2024 - 12:00 - Jardín Botánico-Histórico de La Concepción

Presentación del libro El hombre que amaba lo pequeño (Cuaderno de campo de Miguel Ángel Peláez González), edición de los hermanos Peláez Navarrete, nº 4 de la Colección Aula Savia (Eds. del Genal)

07/12/2024 - 12:00 - Jardín Botánico-Histórico de La Concepción - Salón de Actos del Jardín Botánico-Histórico de La Concepción - Málaga
Entrada libre hasta completar el aforo.

Con las intervenciones de:

  • Miguel Ángel Peláez González (autor)
  • Esperanza, Cristina, Alicia, María y Miguel Ángel Peláez Navarrete (editores)
  • Héctor Márquez (Dtor. Colección Aula Savia y El Tercer Piso de Proteo)
  • Cristóbal Martí (Dtor. Asociación de Amigos del Jardín Botánico-Histórico de La Concepción).

Miguel Ángel Peláez González es un abogado jubilado malagueño que toda su vida ha amado los paseos por el campo y las plantas. Especialmente las florecillas silvestres y humildes que crecen en arrabales, solares, jardines y cañadas. Esta pasión la fue compartiendo durante los últimos años en su perfil de Facebook donde describía paseos y especies de su entorno con jugosos textos y fotografías. Este año sus cinco hij@s decidieron hacerle un regalo sorpresa convirtiendo esos textos en un precioso libro, un cuaderno de campo ilustrado, con el nombre El hombre que amaba lo pequeño. En complot con Héctor Márquez, director de la Colección Aula Savia (Eds. del Genal), han decidido poner a disposición de todo el mundo esta joya de la filobotánica más humilde publicándolo como cuarto número de la colección. Así, lo presentamos el próximo 7 de diciembre, sábado, a las 12 am, en el Jardín Botánico-Histórico de La Concepción en un acto organizado por El Tercer Piso de Librería Proteo y la Asociación de Amigos de Jardín Botánico-Histórico de La Concepción. Intervendrán el autor, sus hij@s, Esperanza, Cristina, María, Alicia y Miguel, Héctor Márquez y el presidente de la Asociación, Cristóbal Martí. Entrada libre.

EL HOMBRE QUE AMABA LO PEQUEÑO

El libro El hombre que amaba lo pequeño (Cuaderno de campo de Miguel Ángel Peláez González) no es ni pretende ser un tratado de botánica, aunque documenta centenares de flores, árboles y plantas en su hábitat. Es, en ese sentido, un cuaderno de campo, o un diario de paseo, de un ser fascinado por la grandeza, la sabiduría y la resiliencia de la naturaleza expresada en algunas de sus criaturas más humildes, espontáneas y bellas: las flores. No las flores más ostentosas y cuidadas, sino aquellas que crecen al borde de los caminos, que embellecen zonas ajardinadas grandes o pequeñas, que alegran solares, laderas de monte y cañadas de arroyos. Sus colores, sus formas, su fragilidad.

Miguel Ángel Peláez, nacido en Málaga en 1944, criado en un barrio de Pedregalejo donde la ciudad se diluía en el campo, fue desde niño un amante de las plantas. Las reconocía, retenía sus formas, memorizaba su momento de floración, sus colores de otoño, sus frutos y semillas. A veces, dice en este diario: «me atraen irremediablemente». Sin embargo, nunca se planteó ser profesionalmente otra cosa que abogado. Fue un gran abogado, porque entendió su profesión como aspiración de justicia para todos, particularmente los pequeños. Lo pequeño, lo que otros no ven, lo que carece de importancia, es lo que fascina, enternece y apasiona a Miguel Ángel Peláez. Este libro no es, aunque también lo sea, un inventario documental sobre el magnífico patrimonio botánico del término municipal de Málaga. Este libro trata de la importancia de la mirada, de la celebración de la vida en sus pequeños milagros cotidianos.

Asimismo, este libro es un acto de amor que se multiplica y expande de manera parecida a cómo lo hacen las plantas. Nació de un regalo sorpresa que sus cinco hij@s hicieron a su padre con motivo de su 80 cumpleaños. Esperanza, María, Cristina, Alicia y Miguel Ángel recopilaron, ordenaron, maquetaron e ilustraron las reseñas textuales y fotográficas que Miguel Ángel había ido publicando a lo largo de los años en su perfil de Facebook. Quizás fue la única forma de que este libro existiera porque Miguel Ángel, modesto siempre, nunca se había atrevido a hacer caso al consejo recurrente de otros amigos amantes de las plantas de que aquellos textos a vuelapluma pudieran ser algún día materia de un libro.

Convertido ya el libro en un regalo privado, sus hijas se pusieron en contacto con otro amigo de la familia, el periodista Héctor Márquez, uno de los que había insistido en varias ocasiones a Miguel Ángel para que publicase aquellos textos. Márquez ya había iniciado una colección de libros bajo el mismo nombre de un proyecto de divulgación sobre botánica, ecología y Naturaleza llamado Aula Savia, dentro de la editorial malagueña Ediciones del Genal. El final estaba claro: aquel libro hecho por los hermanos Peláez Navarrete con los textos y fotografías de su padre sería el número cuatro de una colección donde ya habían publicado anteriormente algunos de los naturalistas y botánicos más admirados por Miguel Ángel Peláez: Joaquín Araújo, Aina S. Erice y José María Montero.

De la misma manera que el personaje ficticio del famoso libro de Jean Giono El hombre que plantaba árboles, el pastor Elzéard Bouffier, se convirtió en un símbolo, quizás un día futuro recordemos a Miguel Ángel Peláez como el hombre que supo ver y apreciar la belleza más diminuta, humilde y desapercibida en los huecos de Naturaleza que aún quedaban en su ciudad. Una ciudad, Málaga, que algunos poetas cantaron como paraíso, pero que en los últimos tiempos ha coqueteado demasiado con la urbanización y el cemento. Este libro ensalza el alma perdida de los territorios a través de sus plantas y flores que siempre encuentran la manera de florecer en cada estación.

Quien ama a la naturaleza, aprende a escucharla y la entiende sabe que no siempre la civilización es lo más civilizado que poseemos los seres humanos. Con sus paseos, sus relatos, sus textos y fotografías convertidos ahora en libro, Miguel Ángel Peláez ha hecho uno de sus mejores alegatos por la parte más hermosa del ser humano. Aquella que es capaz de reconocer la belleza de lo efímero y la inmensidad infinita de ese hogar de donde todos venimos y a donde todos regresaremos algún día.

AULA SAVIA

“La materia que sustenta a los libros es puro bosque. Pura materia vegetal heredera de tiempos donde los homínidos aún no habían aparecido. Sería bueno ver un bosque y honrarlo cada vez que abrimos un libro. Y que las flores y frutos que no darán jamás esos árboles que fueron talados para construir el papel de estas páginas recojan al menos algo del espíritu y el respeto de los seres vegetales que han hecho posible este libro. Este libro y el resto de los títulos de esta colección. La colección se llama Aula Savia, igual que el proyecto vital, divulgativo y comunitario que este humano que les escribe lleva articulando la última década. Un proyecto en torno a la naturaleza y el mundo vegetal. Un proyecto donde la sabiduría se escribe con el nombre del líquido que contiene el alimento de las plantas. Un proyecto lleno de personas que se hacen sabias cuando comparten lo que han aprendido de la Naturaleza.

En los libros de esta colección reunimos textos por donde corre esa savia eterna, escritos por personas sabias que aman, conocen y comparten lo que han aprendido del bosque y de la Naturaleza. Textos que nos interpelan. Que recuerdan de dónde venimos y hacia dónde deberíamos ir. Textos hermosos, cercanos y rigurosos para ser disfrutados como quien contempla un prado en primavera, escucha el canto nupcial de un pájaro o ve desplegarse las flores de un almendro”.

Héctor Márquez (Director Colección Aula Savia y El Tercer Piso de Proteo)

FRAGMENTOS DE EL HOMBRE QUE AMABA LO PEQUEÑO

9 de mayo 2018

Ya hablé hace un mes de la Huerta de Segura en el curso medio del arroyo Jaboneros.

Para mí la Huerta de Segura tiene un valor sentimental especial. Debe de hacer no menos de sesenta años que la conozco y la disfruto —al tiempo que me duele ver cómo se ha ido arruinando en el más completo abandono— desde que fui allí por primera vez con un grupo de jóvenes de aquella rama juvenil de Acción Católica y el inolvidable párroco don Rafael Albornoz, cuya jurisdicción alcanzaba desde la playa de Pedregalejo hasta aquella lejana cortijada.

Nos llevaba para ayudar como monaguillos en la misa que celebraba para las siete u ocho familias que residían en la gran casa y trabajaban y vivían de la huerta y de los animales que criaban. Recuerdo que, mientras el cura bajaba e iba confesando a quienes lo precisaban y querían recibir la eucaristía, para evitar posibles gamberradas o hurtos famélicos de frutas, a nosotros nos dejaba al otro lado del arroyo, bajo el gran algarrobo que todavía impresiona, al borde del camino en alto, y desde allí veíamos el bullir de personas mayores y niños de todas las edades, y especialmente las mulas, que movían la noria y extraían el agua almacenada en las albercas, tanto de la finca inmediata al pozo y viviendas como de las que había al otro lado de la cañada y que salvaban ésta por un acueducto precioso de un solo ojo. El acueducto sigue en pie de milagro, parcialmente descalzado por desprendimiento de parte de uno de sus pilares. Solo cuando iba a dar comienzo la celebración nos mandaba recado con un chiquillo y bajábamos todos muy formalitos para participar. La fotografía de la casa es de 2015 y la del acueducto, de 2016. Las de las flores silvestres las tomé el pasado día 5 de este mes de mayo. Todas me gustan y algunas no las tengo identificadas, como las pequeñísimas de color rosa trepando sobre una esparraguera y la trepadora tomentosita con capítulos de florecillas blancas. La fabácea de flores amarillas y caprichosas vainas es, creo, Hippocrepis multisiliquosa, y la margarita pinchuda o estrellada espinosa es Pallenis spinosa. Me ha parecido especialmente bonita la del cinogloso azul (Cynoglossum creticum).

17 de junio de 2022

Mamá y las buganvillas

Los recuerdos más antiguos y los más recientes de mi madre están relacionados con las flores. De ella aprendí, viviendo en Churriana, —desde donde nos trasladamos a Pedregalejo cuando yo no había cumplido aún seis años de edad— los nombres de casi todas las flores que se cultivaban en el jardín y que me fascinaban siendo tan pequeño. Rosales, geranios, claveles, calas, transparentes, dalias (¡Ah, las dalias, hoy casi desaparecidas de nuestros jardines!), violetas, pensamientos, sampedros, celestinas, jazmines, damas de noche… Seguramente nací con la afición, pero sin duda ella me la cultivó y luego, por fortuna, nunca me ha abandonado, ni tampoco a mis hermanas y hermanos. En los últimos años de su vida, cuando ya no le era posible pasear por las calles del barrio —los «carriles» para los que lo conocimos en los años cincuenta—y disfrutar de los jardines y flores que le dan su carácter, le encantaba que la paseáramos en nuestros coches, despacito, parando ante cada jardín que le atrajese y charlando tranquilamente. A veces compartíamos el paseo mi hermano mayor José Rafael —todo el mundo le llama Rafa, pero yo me empeño en llamarle como cuando éramos niños— y yo. De una de esas ocasiones conservo la fotografía que alguien nos tomó a los tres junto a las celestinas de su pequeño, pero siempre florido jardincito. De esos paseos lo que mejor recuerdo son sus expresiones de admiración ante el aspecto que en esta época presentan las buganvillas, que siguen despertando la mía y me traen a la memoria aquellos bonitos recuerdos.

EPÍLOGO

Cuando éramos niños, mi padre amenizaba los desplazamientos familiares en coche invitándonos a acertar el nombre de los árboles, de los cultivos que medraban en huertas y sembrados de secano y hasta de las plantitas audaces que orlaban los arcenes de las carreteras. A Málaga no llegaron las autovías hasta principios de la década de 1990. Para entonces yo rodaba los veinte años, y trataba de hacer notar mi adultez poniendo los ojos en blanco o proponiendo poner música cuando papá preguntaba quién sabía qué árbol o llamaba la atención sobre la cantidad de frutos que cargaban aquel año las encinas. Por fortuna, Cristi, Miguel, María y Alicia no tenían tanta prisa en crecer, y se encargaron de alargar un juego que después ha seguido con los nietos, aunque en su tiempo se vean pocas huertas y el verde en general se haya ido alejando de las carreteras.

En todo caso, ni mi temporal indiferencia ni la de cualquier otro interlocutor desanimó nunca a mi padre en su necesidad de compartir la admiración por el mundo vegetal. Más bien tiene la capacidad de contagiarla, y en cuanto alguna persona cercana muestra curiosidad, le propone acompañarlo en sus excursiones al monte o a los paseos por el Jardín de La Concepción, que ha enseñado a cientos de amigos, conocidos y hasta desconocidos.

El amor es más fuerte que las aficiones. Es justo reconocer que nadie ha dedicado tanto tiempo a sumergirse en el universo botánico de nuestro padre como nuestra madre. «¡Plantitas, plantitas!», dice a veces en son de protesta, pero ella y todas las personas que hemos pasado mucho tiempo con él, hemos aprendido a enfocar la mirada (es difícil ver lo que no se sabe que está o existe), y desarrollado una sensibilidad para apreciar todo lo que nos regalan esos seres con raíces, que no gritan, pero hablan con colores y aromas, luchan por la supervivencia, seducen, sonríen y a veces incluso amenazan.

A los nietos y nietas les ha encantado acompañar al abuelo al campo, igual que a nuestros primos. Hay una etapa perfecta para la iniciación; entre los cinco y los diez años, cuando los niños tienen suficiente curiosidad y autonomía como para colgarse una mochililla con lo preciso (agua, unas naranjas, alguna galleta) y entregarse al descubrimiento. Los sobrinos y nietos mayores que han volado lejos siguiendo el curso de sus vidas, reservan hueco cuando están en Málaga para volver a sus lugares favoritos, porque mi padre los recuerda, igual que atesora las anécdotas vividas con cada cual y se las cuenta, devolviéndoles retazos de infancia a quienes ya la dejaron atrás.

Incluso para quienes hemos vivido nuestra privilegiada relación con las plantas como algo cotidiano e inevitable, el mundo vegetal se ha convertido en un refugio. Yo no he acompañado a mi padre al campo tanto como debiera, pero cuando empecé en el periodismo con la dura encomienda de cubrir sucesos y tribunales, solía detenerme en el Jardín Botánico del Parque de Málaga durante el recorrido desde la redacción al Palacio de Justicia. Aquella isla umbrosa de árboles tropicales en medio del tráfico me ofrecía, a lo largo de sus ochocientos metros, una suerte de cobijo frente a la realidad descarnada que me esperaba en las salas de juicio.

Originalmente, este libro estaba destinado a ser un regalo para nuestro padre. Compilar sus fotos y textos, mostrar su valor literario y estético, salvarlos del agujero negro que acecha a lo digital llevándolos a la materialidad de una publicación en papel, era algo que Héctor Márquez -amigo, pero también periodista, escritor y editor, fundador de Aula Savia y director de El Tercer Piso, aula cultural de la librería Proteo- le había sugerido a papá en varias ocasiones. Libros, su otra gran pasión. Acometerlo nosotros pretendía ser una forma de liberarlo de la tarea de buscar, seleccionar, editar.

Lo que nos sucedió a los cinco hermanos en este trabajo, fue algo parecido a la secuencia final de la película Cinema Paradiso, cuando el niño Salvatore, ya adulto, visiona uno tras otro todos los magníficos besos eliminados por la censura de las películas que su amigo Alfredo proyectaba en el cine del pueblo. Besos que Alfredo había ido guardando tenaz y pacientemente para él. Ver juntas todas las flores, plantas y árboles, y leer las narraciones tantas veces escuchadas, nos hizo entender el valor de herencia de nuestro padre: mirar y ver, aprender y compartir, transmitir y contagiar. Plantar semillas de curiosidad y conocimiento.

Esperanza Peláez Navarrete

La colección Aula Savia, nacida al amparo del proyecto cultural El Tercer Piso de la Librería Proteo, bajo dirección del periodista cultural Héctor Márquez, creador del proyecto Aula Savia hace casi una década, está acogida por Ediciones del Genal, cuyo origen y objetivo inicial fue la edición de textos y libros que incentivaran la conciencia ecologista y el pensamiento verde de su fundador, el librero Francisco Puche, cofundador a su vez de la madre nodriza de todo esto hace 55 años: la librería Proteo-Prometeo. A su memoria va dedicada esta colección. El pasado año 2023 se editaron de una tacada los tres primeros libros de esta colección y se presentaron en el mejor lugar posible el Jardín Botánico de la Concepción, gracias a un acuerdo con la Asociación de Amigos del principal Jardín Botánico de Málaga. Sus autores, amigos de Márquez y referentes nacionales en sus ámbitos, fueron Joaquín Araújo, el más importante y premiado naturalista español en activo y uno de los mejores y más prolíficos autores y activistas sobre temas de naturaleza y ética ecologista, con el libro Emboscadas; José María Montero Sandoval, uno de los profesionales más premiados y reconocidos en el periodismo y divulgación medioambiental en nuestro país, con el libro Naturaleza en calma; y Aina S. Erice, bióloga, escritora, etnobotánica y divulgadora de los secretos del reino vegetal, desde libros, artículos o sus excepcionales pódcasts, con La consolación de la clorofila. La voluntad de la colección Aula Savia es acoger libros que ayuden a comprender a lo que nos comprende, consiente y asiste: la defensa de la Naturaleza. El hombre que amaba lo pequeño es el cuarto número de esta colección, obra conjunta de una familia amiga, casi adoptiva, del editor Héctor Márquez. Aunque los textos y muchas de las fotografías fueron creados por Miguel Ángel Peláez, su conversión en libro ha sido el fruto de una labor conjunta de sus hij@s, Esperanza, Alicia, Cristina, María y Miguel Peláez Navarrete. Esperamos que al leer los libros de esta colección sientan que los árboles que dejaron de serlo para permitir que estos libros existieran, han sido honrados como merecían.