27/09/2023 - 19:00 - Librería Proteo

Club de lectura del libro de Agustín Rivera , testimonios de los últimos supervivientes entre el autor, Héctor Márquez y lectores. Con fotografías de Toñi Guerrero.

27/09/2023 - 19:00 - Librería Proteo
Entrada libre hasta completar el aforo.

Una de las películas más celebradas de la temporada ha sido sin duda Oppenheimer, de Christopher Nolan. Todos sabemos que cuenta la biografía del padre de la bomba atómica, su proceso de construcción y sus remordimientos posteriores. Pero siendo un film estimable, en él no se veía ni escuchaba nada de las verdaderas víctimas de la historia: los muertos y supervivientes (los hibakusha) en Hiroshima y Nagasaki tras la explosión de las bombas fabricadas y lanzadas por los EEUU. Un libro escrito por el periodista Agustín Rivera, que fue corresponsal en Japón, ha cubierto ese vacío con un trabajo de reporterismo narrativo capital, absolutamente sobrecogedor, donde da voz, en primera persona, a cerca de 20 supervivientes a los que ha ido entrevistando a lo largo de los años. En este club abierto de lectura Rivera y su viejo compañero en Diario 16, Héctor Márquez, revelarán los secretos del libro “Hiroshima: testimonios de los últimos supervivientes” (ed. Kailas) y escucharemos por fin la voz de las auténticas víctimas de la bomba y del silencio de los gobernantes. Y veremos durante la sesión fotografías que la mujer de Rivera, la fotógrafa Toñi Guerrero, hizo a l@s entrevistad@s. Habrá firma de ejemplares al final.

SINOPSIS DE “HIROSHIMA: TESTIMONIOS DE LOS ÚLTIMOS SUPERVIVIENTES”

Una crónica de los supervivientes, los hibakusha, de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki, dos de los acontecimientos más impactantes del siglo xx. En Hiroshima, la angustia de los afectados se mezcla con la compasión, y cierta dosis de ternura, para componer el relato de sus vidas en las dos ciudades japonesas, convertidas en símbolos de paz.

A través de entrevistas, Agustín Rivera recoge las voces, en primera persona, de las víctimas de un suceso que marcó su existencia para siempre: el dolor, las secuelas e incluso el sentimiento de culpa por no haber podido ayudar a otros afectados en peor situación. El libro narra además la experiencia del autor como reportero de Diario 16, El Mundo y El Confidencial en las coberturas periodísticas en Hiroshima y Nagasaki en 1995, 2001 y 2012. Una obra para descubrir el ruido eterno de los muertos y la capacidad de superación, sin olvidar que somos memoria.

«Rivera es un observador reposado que se detiene en los detalles, en los gestos y las cadencias de las víctimas, estos hibakusha que guardan memoria del horror atómico y que son el alma última de la Historia».

Carlos Alsina

«Hiroshima no es un libro sobre la peor bomba de la historia, es una obra sobre algo extraordinario: seres humanos que miran hacia adelante».

Xavier Aldekoa

FRAGMENTO DEL CAPÍTULO 1

Empezamos a salir poco a poco y vimos una nube sobre la ciudad. Lo único que sabíamos era que había ocurrido algo importante, inusual. Pero ese fue el momento en que Hiroshima se convirtió en una ciudad de muerte. Pronto comenzaron a llegar los primeros heridos. No estaba muy claro cómo habían venido, quizá caminando, o quizá los trasladó alguien. La idea de que hubiera caído una bomba atómica no existía todavía en nuestro imaginario. Ni se nos pasaba por la cabeza.

El día antes de que la tiraran, al acabar el trabajo, me despedí de Yasuko Nakazawa, una amiga de mi misma unidad. «Mañana no vendré porque tengo que ir a la demolición de viviendas», me dijo. No sabíamos dónde estaba, pero sí que su localización se encontraba muy cerca del hipocentro del estallido. Y fui a buscarla junto con un militar y un estudiante. Era mi deber. Pero nos encontramos con muchos cadáveres amontonados. Era la primera vez que veía un muerto. Me quedé conmocionada. Recuerdo las ampollas, del tamaño de cuencos de madera, visibles sobre sus cuerpos.

Para llegar a la ciudad teníamos que tomar un barco de vapor, pero había dejado de funcionar. Junto con otro amigo, y escoltados por un sargento experimentado, cogimos un bote, el único medio de transporte posible en ese momento. Cuando puse un pie dentro del gran edificio del ejército, que se llamaba Kaisenkan, me esperaba un mundo muy impactante.

Personas quemadas y heridas que huían de la ciudad. En la periferia del Campo de Instrucción Militar, al lado de algunos árboles, un gran agujero que ya se estaba utilizando para incinerar cadáveres. En las ramas de los árboles colgaban trozos de papel y, cuando me acerqué, pude leer los nombres de personas a quienes conocía que ya habían sido incineradas. También me llamaron la atención las protecciones que se ponían sobre las botas a modo de cubierta. De allí salía líquido. Pero no era agua, sino que procedía de las heridas y las quemaduras.

La mayoría de la gente buscaba supervivientes. Muchos se dirigían al santuario sintoísta Tosho-gu, hacia el norte de la ciudad, cerca de la estación de tren. El santuario ya no tenía techo, pero había algunos heridos. Deseaba que mi amiga Yuko estuviera allí y caminé entre ellos, entre personas que no sabía si estaban vivas o no.

«¡Nakazawa! ¡Yasuko-san!», clamé sin suerte.

De mala gana, supe que era el momento de salir de allí. Y tras varias horas me rendí y decidí marcharme. Pero cuando salía del santuario, oí la voz de una niña pequeña, de unos cinco o seis años, completamente encorvada. Y vi unos bracitos delgados que me acercaban una taza de arcilla rota por la explosión. Se detuvo para pedirme agua con un recipiente tan roto que no podía contener nada. Unas manitas que sostenían una taza inservible. Era una voz muy débil, muy tenue. Solo la escuché y seguí caminando. No me paré. No tenía agua, y aunque la hubiera tenido tampoco podía saber si la niña habría sobrevivido o no. Pero el caso es que no me conmoví, ni siquiera sentí la necesidad de detenerme.

Más tarde supe que no era solo sed, sino que el cuerpo de aquella niña, con quemaduras de tercer o cuarto grado, ya no debía tener líquidos y necesitaba reponerlos. También vi muchos cadáveres dentro de los edificios derrumbados. No había mucha gente caminando y la mayoría tenía gran parte de la espalda carbonizada.

Después crucé un puente para entrar en la ciudad. El primer vistazo rápido me mostró Hiroshima como un mar de escombros y, al caminar más, el hedor de los muertos se hizo mucho más fuerte. El olor a carne humana podrida era tan intenso que deseé marcharme y pensé que quizá la gente estaba aplastada bajo todas esas casas derrumbadas. Era un mundo siniestro que no se podría describir con palabras. A pesar de que el sol del verano brillaba con fuerza, nadie sudaba ni una gota. La temperatura de la bolsa de fuego de la bomba alcanzó los 12.000 grados y la explosión secó el aire y a la gente.

Los cadáveres que estaban más a la vista fueron trasladados para quemarlos. Y otros, más difíciles de mover, quedaron enterrados en sus casas. Transcurridos unos días, la mayoría de los heridos había muerto, así que los supervivientes no estaban tan mal, en apariencia. Lo que me seguía extrañando era que, pese a que hacía mucho calor, la gente no sudaba.

Mientras caminaba por aquella ciudad de la muerte llegué a las inmediaciones del lugar donde vivía, donde ahora se encuentra el jardín Shukkeien. El elegante edificio de ladrillo de la escuela en que estudiaba había quedado destruido. Solo seguían en su lugar dos pilares de la puerta principal, y estaban casi a punto de caerse. Fue una visión muy desoladora, vacía y solitaria. Vi tres objetos rojos alineados. Y cuando me acerqué descubrí que eran cuerpos humanos increíblemente hinchados. Cuerpos rojos, montañas de cuerpos rojos por la ausencia de piel. En los depósitos de agua, construidos con cemento por si había incendios, también había cadáveres. Al principio fue muy impactante ver todas esas escenas. Todo era cruel y terrible. Pero con el paso del tiempo me fui acostumbrando.

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https://cadenaser.com/nacional/2023/07/21/agustin-rivera-muchos-supervivientes-de-la-bomba-atomica-recuerdan-la-explosion-como-la-luz-preciosa-de-un-atardecer-que-precedio-al-drama-cadena-ser/

Agustín Rivera

Agustín Rivera. Málaga, cosecha del 72, supo a los cinco años que sería periodista cuando escuchó a unos señores por la radio cantar goles. «Papá, yo quiero ser como ellos». «¿Futbolista, hijo?». «No, los que están al lado de los futbolistas». No sabía que ese oficio que no sabía nombrar le llevaría a estar treinta años trabajando en periódicos: Diario 16, El Mundo, donde fue corresponsal en Japón, y El Confidencial. Ha sido enviado especial a quince países de cuatro continentes.

Doctor en periodismo, enseña su vocación y alienta las carreras de futuros reporteros en la Universidad de Málaga. Es devoto de Leila Guerriero, Tom Wolfe y Chaves Nogales. Hiroshima, testimonios de los últimos supervivientes es su cuarto libro de no ficción.

@agustinrivera

@agustinrivera

agustinrivera

Los cinco de Agustín Rivera:

Narrativa:

  • Las bailarinas muertas, de Antonio Soler
  • La Tía Julia y el escribidor, de Mario Vargas Llosa
  • Lo bello y lo triste, de Yasunari Kawabata
  • Estupor y temblores, de Amélie Nothomb
  • Teoría de la gravedad, de Leila Guerriero

Reporterismo y periodismo narrativo:

  • Hiroshima, de John Hersey
  • El nuevo periodismo, de Tom Wolfe
  • Territorio Comanche, de Arturo Pérez-Reverte
  • Retratos, de Truman Capote
  • Todos náufragos, de Ramón Lobo