Club de Lectura de la novela Yo que fui un perro de Antonio Soler. Con la presencia del autor malagueño. Modera: Héctor Márquez (director de ETP).
23/11/2023 - 19:00 - Librería Proteo -
Entrada libre con la compra de un libro.
Es una de las novelas del año. Yo que fui un perro, de Antonio Soler, la número 15 de la producción de este escritor malagueño que atesora premios como el Nacional de la Crítica, el Primavera, el Herralde, el Nadal, el Juan Goytisolo, el Dulce Chacón, el Andalucía de la Crítica y una nominación a los Goya entre muchos otros. Publicada por Galaxia Gutenberg cuenta la transformación de un joven y manipulador estudiante de medicina obsesionado por su novia al que vemos convertirse en un maltratador a través del relato en primera persona de su propio diario. Un prodigio literario. El jueves 23 de noviembre, a las 18:30, tendremos el honor de celebrar en El Tercer Piso de Librería Proteo un Club de Lectura abierto al público alrededor de esta novela contando con la presencia de Antonio Soler y moderado por el director de ETP, el periodista y crítico cultural Héctor Márquez, quien interpretó, hace 35 años un personaje en una serie de ficción infantil televisiva escrita por el propio Soler. Para participar y asistir a este evento no hay más que adquirir la novela u otro libro en nuestra librería y mostrar el ticket de compra.
LA GERMINACIÓN DE UN ALMA INFECTA
Las novelas con formato de diario tienen una estructura tan cerrada y delimitada que pueden llegar a convertirse en una pesadilla para su creador. No olvidemos que la intencionalidad consiste en que tan solo este pueda llegar a volver a leerlos. Cada capítulo debe transcurrir en un día -en ocasiones más de uno, pero no acostumbran a extenderse más allá- y suelen tener una extensión limitada; quien escriba de forma regular un diario sabrá que rara vez son necesarias más de unas pocas páginas para convertir en palabras todo un torrente de emociones.
El relato se nos muestra siempre en pasado y en primera persona, y el lector tiene claro en todo momento que se halla ante un narrador del que desconfiar. Si ya resultan dignas de duda las ficciones con esta voz narrativa, los diarios son en sí mismos el culmen de la subjetividad.
El protagonista de Yo que fui un perro, Carlos, es estudiante de Medicina, y el 23 de enero de 1991 decide empezar a volcar en un papel todo lo que está viviendo. Casi toda su vida gira en torno a su relación con su novia Yolanda. Su falta de confianza hacia ella, las dudas y los miedos que este vínculo le despiertan. Desconfía de aspectos como que duerma en la misma cama que su hermano, de la experiencia que parece vislumbrársele cuando intima con ella o de la ropa que se pone. Es un joven posesivo y celoso, y podemos apreciar ya desde las primeras páginas que estamos ante el germen de un maltratador, de un hombre sin autoestima, pero con exceso de ego que tratará de minar a las mujeres que le rodean.
Pese a lo sencillo que pueda parecer en un primer momento el formato escogido por Antonio Soler (Málaga, 1956), es de lo más arriesgado. Si quieres que un diario parezca lo más real posible debe ser repetitivo en algunos puntos -obsesiones similares nos persiguen a lo largo de los años- e incluso falto de acción narrativa. Nuestro día a día suele ser monótono y solemos quejarnos de las mismas cosas una y otra vez. Más aún si estamos ante un texto que surge para apaciguar la ira de quien lo escribe.
El autor malagueño supera la prueba con nota, y se arriesga a que la acción pueda ralentizarse debido al realismo que consigue aportarle al formato. No obstante, lo compensa a través de capítulos bellísimamente construidos. Es más, juega con el lector aumentando el deleite con la prosa de aquellos fragmentos que resultan más incómodos a nivel argumental: cuanto más explícito es el contenido, cuanto más se nos muestra el alma infecta del narrador, mayores cotas de maestría alcanza el texto. El impacto es evidente y, pese al placer obtenido con la lectura, resulta imposible conectar con el protagonista.
A lo largo de todo el libro ondea la dicotomía entre el bien y el mal como algo unívoco e incuestionable. Esto va de la mano de uno de los aspectos mejor plasmados en la novela: la objetivación a la que la mirada de Carlos somete a las mujeres. Las sexualiza hasta el extremo y asume que el resto de hombres ve los cuerpos femeninos como él. Esta visión del mundo le lleva a un sentimiento de culpa que no acaba de comprender y que le atormenta.
Con el paso de las páginas veremos la evolución del narrador hasta un clímax que cierra la historia, pero que no es el final del protagonista. Y no resulta complicado imaginar hasta dónde llegarán su ira y sus obsesiones tras ese punto final.
(Marta Marne. El Periódico)
MODELOS DE MASCULINIDAD DISTORSIONADA
La última novela de Antonio Soler constituye una intensa exploración en los oscuros recovecos de la masculinidad desde los que surgen la violencia y el maltrato. A ratos una confesión sexual a la altura de El mal de Portnoy, de Philip Roth, aunque desprovista de su sorna, adopta en cambio el tono sombrío y culposo de las Memorias del subsuelo, o la mirada fría y descarnada sobre la decadencia masculina que advertimos en Desgracia, de Coetzee.
Yo que fui un perro nos presenta el diario de Carlos, un estudiante de medicina obsesionado por su novia, Yolanda, con quien vive una relación destructiva y perturbada. Desde el piso que habita, justo enfrente, vigila sus horarios de llegadas y salidas, lo que viste, cuánto duerme y, a partir de estos retazos de información, cómo concretará sin duda la humillación de su novio. Porque, a sus ojos, Yolanda, aunque es el sincero objeto de su amor y su deseo, es una chica vulgar y promiscua con un vergonzoso historial, que debería estar agradecida de que Carlos, futuro médico, orgullo de su madre viuda y última esperanza de progreso para sus amigos de clase trabajadora, se fije en ella y esté dispuesto al enorme sacrificio de aceptarla.
Aunque Carlos haga ostentación de una mirada objetiva e impersonal (“Como un pequeño animal. Llegó al orgasmo. Yo frío, mirándola científicamente”), sus confesiones están lejos de ser un retrato transparente del mundo que le rodea. Él lo sabe, y le desespera. Desde su narcisismo solipsista (“A veces pienso que la gente no existe si no la veo”) se erigen, como una fortaleza oscura y nebulosa, pero al fin y al cabo indestructible, ciertas convicciones, ciertos valores y, en especial, cierta narrativa: se sabe merecedor de un destino luminoso, pero el mundo insiste en ocultarle su verdad y hacerlo objeto, finalmente, de humillaciones e injusticias. Algo oscuro palpita siempre detrás de las apariencias: “Me habría gustado que las paredes de la habitación se agrietasen y que de las grietas hubieran salido millones de moscas”; “El cielo parece falso. Como si hubiese un cristal que hubieran pintado y detrás del cristal estuviese el verdadero cielo”.
Por supuesto, la máxima expresión de la impostura del mundo es la propia Yolanda y, en especial, la insoportable paradoja de su deseo sexual. Por una parte, necesita el deseo de Yolanda para confirmar que la posee, que es capaz de controlarla; por otra, una vez que el deseo se despierta, Carlos teme, odia, rabia, porque la promesa de una posesión racional se transforma en la irrefrenable sospecha de que ese dionisiaco deseo femenino lo desborda, lo traspasa y, en última instancia, lo empequeñece: “La mirada ida, sin reconocerme, como si le diese igual quién estuviese haciéndoselo”, “[…] su desenvoltura y el poco pudor, como si estuviera muy acostumbrada a este tipo de cosas”.
Pero el diario es un reflejo distorsionado del universo exterior casi en la misma medida en que lo es de la conciencia de su autor. La voz de Carlos se alimenta de los libros que caen en sus manos, y que él leerá como si se le ofreciera un catálogo de ropajes humanos entre los cuales reside aquel que, alguna vez, podrá vestir para enfrentar el mundo. Su amigo Miguel, un joven con aspiraciones literarias, le prestará El árbol de la ciencia de Baroja. Más tarde dará con el que, según afirma, pasará a ser su libro favorito, El enano, “del sueco que ahora no sé si exactamente se escribe Lagerkvist”. Ambos libros gravitarán durante toda la novela y servirán de clave intertextual para entender la evolución del protagonista.
Si Andrés Hurtado, el schopenhaueriano héroe de Baroja, busca “una orientación, una verdad espiritual y práctica al mismo tiempo”, y ejercerá la justicia allí donde descubra la degradación social y moral, Carlos reinterpretará la injusticia exclusivamente como la traición del mundo a sus intereses y aspiraciones. De ahí que se identifique, finalmente, con el maquiavélico enano: “Yo también tratado como un enano. Rebajado por gente que es inferior”.
Estas referencias literarias, que abundan en el libro, permiten asimismo que ajustemos cuentas con los modelos de masculinidad de los que bebemos y a partir de los que construimos nuestras identidades, renunciado a la tentadora interpretación de este diario como el acceso privilegiado y morboso a la mente de un perturbado que, por fortuna, dista mucho de ser como nosotros. Incluso la nobleza de un Andrés Hurtado (siempre dispuesto a poner en su sitio a los truhanes de toda especie) tiene aquí un reverso oscuro que sirve para inquirir en qué medida esa presunción de nobleza masculina no es ya el primer paso hacia su potencial de barbarie.
(Matías Jaque Hidalgo. El Imparcial)
YO QUE FUI UN PERRO (FRAGMENTO)
23 de enero. 1991
Empiezo hoy este diario. Quería haberlo hecho el primer día del año. Lo he ido retrasando por pereza, desidia, por todo. Estoy desesperado. No es nuevo. Estoy acostumbrado.
Me llamo Carlos Canovas Merchán. Soy estudiante de Medicina y tengo una novia llamada Yolanda. Yoli. Yuli. También la llamo Lili, Yola. A veces, Yolona. Yolona es en el acto, en momentos de ansia, cuando lo hacemos y ella desvía los ojos. Los pone de un modo, casi vacíos, y sabe que eso me excita y me perturba. Me excita de mal modo, me excita lo bajo. Me lleva a no ser yo, a que aflore lo oscuro que tengo y que tienen todas las personas. (Lo peor es que lo haya hecho con otros, removiéndoles la bajeza, no el amor.) Entonces es cuando le digo Yolona. Ella no contesta, solo mueve la boca como si fuese a gritar o incluso a vomitar, pero no dice nada ni echa nada, solo el aliento ahogado. Mueve los ojos vacíos, y le digo otra vez, bajo, Yolona. Boquea. De gusto, o de lo que sea. Y llego. (En el acto no hay penetración, hasta ahora solo frotamiento. Eyaculación, y, por su parte, espasmos, orgasmo.)
Llego, me salgo de mí. Y vuelvo a mí. Eso que sabe todo el mundo. Y la llamo entonces Lili, Yuli, Yoli. Arrepentido. De todo. Pienso, y no quiero pensar. Me adormilo, o eso es lo que quiero. (Hay una ventana en mi cabeza, la imagino, quiero decir. Una ventana que da al campo, a un trigal. Es lo que trato de imaginar para no pensar.)
Pero pienso, aunque sea entre brumas. Pienso en mí, en cómo soy o es mi mente. Y por supuesto no quiero pensar si ella ha hecho eso, los ojos así, la boca así, con otro. Con otros. Otro que le diga Yolona. Que le diga cosas mucho peores. (Que le diga lo que en realidad significa Yolona para mí.) Y ella sin importarle lo que le hayan dicho. O incluso gustándole. Moviéndolo todo a su antojo, con sus hilos.
Solo espero que no sea así porque a los ………………………………………………………………….. (No era así como quería empezar el diario, hablando de esas cosas.)
La quiero mucho, pero siempre surgen problemas que hacen que nuestra felicidad no sea completa. Que no sea felicidad. Lo contrario a la felicidad. Caminar por un suelo siempre resbaladizo. Como en las pesadillas. Algo falla en mí. Por desconfianza. Celos. Es verdad, pero hay cosas que no debo soportar. Por dignidad. Ella también tiene responsabilidad en lo que ocurre. Sabe cómo soy y sigue actuando del mismo modo, no cambia. No sé por qué no lo hace. Como tampoco sé por qué pone esa cara en el acto, por qué respira así. Es posible que no sea algo que surge naturalmente y que lo haga para excitarme. Trastornarme. Para hacerme pensar.
Hoy mismo. Quería pedirle que deje de dormir con su hermano. Su hermano, con esos dientes, ya es mayor y no es razonable que duerman juntos. Lo he tenido en la lengua. Las palabras estaban ya en ese sitio, entre el cerebro y la boca. A punto de convertirse en sonido. Una, dos, cinco veces. Mirándola, con el aire ya en los pulmones para hablar. Pero no he dicho nada. Me ha faltado valor. Así de fácil y de triste. La cobardía es profundamente triste. La noto en el paladar, y es repugnante. Un vómito que no sale del cuerpo.
Se ha ido cabreada. Porque notaba mi malestar y no sabía el motivo. O lo sabía y no le gusta lo que pienso. Adivina cosas. Se ha ido así, mirando a las paredes, al suelo, pero no a mí. Ni un beso ni decirme nada, solo adiós.
(Antonio Soler. Yo que fui un perro. Fragmento)
Para pedir el libro a través de la web de librería Proteo, donde disponemos de ejemplares firmados por el autor, aquí:
Antonio Soler
Antonio Soler nació en Málaga en 1956. Es autor de 15 novelas. Entre ellas, Los héroes de la frontera, Las bailarinas muertas, (Anagrama, 1996), El nombre que ahora digo (Espasa, 1999), El camino de los ingleses, llevada al cine con guión del propio Soler, El sueño del caimán (Destino, 2006), Una historia violenta (Galaxia Gutenberg, 2013), Apóstoles y asesinos (Galaxia Gutenberg, 2016) y Sur (Galaxia Gutenberg, 2018), una novela deslumbrante y fascinantemente rica en la que aparecen todas las historias que hierven en una ciudad, oscilando cada día entre el infierno, la salvación o la insignificancia. Sacramento (Galaxia Gutenberg, 2021), su última novela recogía un tenebroso caso real en torno al abuso de poder. Ha publicado también un libro de relatos, Extranjeros en la noche.
Sus novelas se han traducido a una docena de idiomas.
Entre sus galardones más importantes destacan el Premio Andalucía de Novela (1993) por Modelo de pasión; el Premio Andalucía de la Crítica (1996) por Los héroes de la frontera; el Premio Herralde (1996) por Las bailarinas muertas; el Premio de la Crítica (1996) por Las bailarinas muertas; el Premio Primavera (1999) por El nombre que ahora digo; el Premio Nadal (2004) por El camino de los ingleses; el Premio de Narrativa Alcobendas Juan Goytisolo (2018) por Sur; el Premio Francisco Umbral (2019) por Sur; el Premio Dulce Chacón de Narrativa Española (2019) por Sur o el Premio Nacional de la Crítica (2019) y Premio Andalucía de la Crítica (2019) por Sur. Fue finalista en los Goya al Mejor Guión Adaptado por El camino de los ingleses que dirigió Antonio Banderas.
Ha realizado diversos trabajos como guionista y ha sido colaborador fijo de los diarios Sur y El Mundo (Andalucía) y de la Agencia Colpisa, así como del suplemento dominical El semanal. También ha colaborado en los diarios ABC, El País y El Periódico de España y en el suplemento dominical de El Periódico de Barcelona además de en diferentes revistas literarias. Ha sido Escritor en Residencia en el Dickinson College de Pensilvania en dos ocasiones.
Ha impartido conferencias y cursos en numerosas universidades e instituciones culturales de Europa, Latinoamérica, Estados Unidos y Canadá. Es miembro fundador de la Orden del Finnegans. Es uno de los grandes escritores contemporáneos en lengua española.