09/05/2024 - 19:00 - Librería Proteo

Presentación del libro La fragilidad de las tazas de té (Elvo) de la escritora, psicóloga y biblioterapeuta Sonia Rico, en conversación con Héctor Márquez.

09/05/2024 - 19:00 - Librería Proteo
Entrada libre hasta completar el aforo.

Apenas un año después de recibir en nuestro Tercer Piso a la psicóloga, escritora y biblioterapeuta barcelonesa Sonia Rico con la presentación del libro de relatos eJazz. Las mujeres en la orilla izquierda del jazz, invitamos de nuevo esta autora que nos cautivó, para presentar su nuevo libro, la novela La fragilidad de las tazas de té, editado como el anterior por la editorial malagueña Elvo. En esta breve novela situada tanto en la Barcelona de los años 70 como en la de nuestros días, se cuenta la historia de una mujer, obesa y acomplejada, que siempre ha vivido bajo la terrible sombra de su madre y que, tras la muerte de esta, a sus cincuenta y pocos años, decide rebelarse a su recuerdo y encontrar su verdadera identidad. En una conversación entre la autora y el director de El Tercer Piso Héctor Márquez, presentaremos esta historia que visualiza y denuncia la terrible influencia de las madres narcisistas. Será el jueves 9 de mayo, a las 19:00 en El Tercer Piso de Proteo. Con el patrocinio de Fundación Unicaja. Entrada libre.

SINOPSIS

Esta novela breve cuenta con elementos que conectan directamente con la empatía del lector, y al mismo tiempo pueden herir su sensibilidad. Es la misma contradicción que sufre la narradora, que anda perdida en sí misma sin saberlo hasta que se topa directamente con la pérdida de su referente, su único referente, y queda expuesta a la capacidad de decisión propia, a la subyugación de su recuerdo, sabiendo que todo (o casi todo) lo que había vivido era una mentira.

En la Barcelona de los años 70, Carmencita y su madre llevan una vida en el Mercat del Ninot, donde los secretos se entrelazan con la rutina diaria. Tras la fachada de normalidad, ocultan misterios y excentricidades. La madre, enigmática y dominante, moldea a Carmencita según sus caprichos, dejándola en la sombra de su imponente presencia. Tras una tragedia, Carmencita se sumerge en una crisis de identidad, preguntándose quién es realmente más allá de las expectativas impuestas. Renaciendo como Mamen, se embarca en un viaje de autodescubrimiento por las calles de Barcelona, desafiando las normas y explorando su verdadero ser. Una chica extremadamente obesa, hasta ahora acomplejada, acaba decidiéndose a ser stripper y actriz porno. En esta cautivadora historia, se revelarán los secretos del pasado y se abrirán las puertas hacia un futuro lleno de posibilidades, donde Mamen finalmente encuentra su verdadera identidad. Una obra donde Sonia Rico, psicóloga, aborda las terribles consecuencias en la autoestima que puede tener una madre narcisista.

La originalidad de la novela quizás resida en que nos cuenta una historia diferente pero también próxima; y nos acerca a unos personajes que rompen con convenciones y normas en todas las direcciones. Al igual que ya hizo en sus anteriores novelas Amar a un hombre que mata y Entresuelo izquierda; la autora se sirve de la cotidianeidad y del día a día para crear historias que nos ayudan a ahondar en las relaciones humanas, historias cuyos protagonistas, aunque parecen evolucionar despacio nunca se paran y terminan siempre encontrando su propia voz.

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LA FRAGILIDAD DE LAS TAZAS DE TÉ (FRAGMENTO)

Cuando mi madre murió, yo seguí siendo la antítesis de lo que ella hubiera querido, por eso nos llevábamos tan mal. Me sobraban treinta kilos y mi armario estaba lleno de faldas de tablas, jerséis de punto y manoletinas. Nunca había llevado tacones ni en la boda de mi prima Mariana ni en el entierro de mi tía ni en el de mi madre. Cara lavada y melenita con raya en medio, gafas de pasta azul. No recuerdo desde cuándo tenía exactamente ese aspecto, porque lo había llevado siempre. No me extraña que me llamaran la Mafalda en el mercado.

Al día siguiente mismo del entierro de mi madre, abrí la parada. Me sentía como anestesiada, flotando. No había recogido sus cosas ni planificado nada, solo abrir el negocio. Era mi modo de vida y teníamos una buena clientela por el barrio. Ya en los últimos años, yo sola me había tenido que hacer cargo de todo porque mi madre se quedaba en casa.

Ella siempre había tenido dolores y enfermedades. Pese a lo guapa que era, estaba enfermiza, como yo de pequeña.

Ella a menudo tenía jaquecas. La recuerdo siempre tomando alguna pastilla para el dolor o quedándose con su bata en el sofá, tumbada todo un domingo. Yo había pasado muchos domingos sola con la única compañía del Tato y la televisión mientras mi madre se metía en cama el domingo entero, a oscuras. Eso sí, siempre perfectamente maquillada, igual que cuando se iba a dormir. Decía que lo hacía por si moría, porque quería estar perfecta por si eso pasaba.

Me llamaba varias veces para que le acercara algo de comer, unas galletas, un poco de agua o para que me quedara a su lado en la oscuridad dándole la mano y haciéndole compañía. A mí no me gustaba porque ella suspiraba mucho y eso me angustiaba. Yo le tocaba la frente cuando ya estaba harta de estar allí y prefería irme al salón a ver la tele, y le decía que ya estaba mucho mejor, pero ella seguía suspirando y me decía lánguidamente, «no, no te vayas todavía».

El historial médico de mi madre era abultado. Siempre tenía muchas visitas con los médicos, menos mal que vivíamos muy cerca del Hospital Clínico y le quedaba cerca. Por lo visto, algunas mañanas se las pasaba en visitas y siempre tenía algunos resultados o análisis de sangre pendientes. Algunas vendedoras de las paradas cercanas a nosotras le preguntaban con frecuencia que cómo estaba. Recuerdo haber visto esas conversaciones decenas de veces. Ella se referiría a las jaquecas que no sabía de dónde venían por más pruebas que se había hecho; a los dolores de estómago, malestar intestinal, que se le caía el pelo, que tenía escamas en la piel en algunas partes del cuerpo, que sentía angustia y le faltaba el aire en los pulmones; que tenía depresión crónica y que le diagnosticaron artrosis prematura y colon irritable.

Sin embargo, nunca se le deformaron los dedos ni ninguna otra parte de su cuerpo, por muy pendiente que estuviese al final de sus días, y comía de todo cuando quería. Creo, ahora, que todo eran artimañas suyas para darnos lástima, a mí principalmente y a su entorno.

Yo era su enfermerilla cuando era más cría, y conforme fui creciendo, los cuidados eran cada vez más complejos. Yo podía ir a la farmacia a que le recetaran algo, podía acompañarla a sus interminables visitas médicas, ponerle paños fríos en la cabeza si le dolía, hacerle masajes con alcohol de romero en las articulaciones o llamar a una ambulancia si le daban ataques de ansiedad.

Sus exigencias me hicieron fuerte. Recuerdo a la señora Encarna, la vecina de enfrente. Cuando yo era bastante pequeña, ella le hacía la compra a veces y recuerdo haber pasado tardes enteras en su lóbrego piso con olor a pis seco. Era un piso con muebles de estilo modernista. Su marido había sido tasador y no habían tenido hijos. La anciana siempre vestía de negro y tenía mucha papada. Estaba tan blanquita que a mí me atraía la idea de tocársela y al mismo tiempo me daba repulsión. Cuando mi madre pasaba una de esas tardes con dolores, ella me llevaba de la mano y en bata a su casa.

—¿Quién podría quedarse con la cría? —preguntaba con esa vocecilla lastimera que utilizaba para pedir ayuda.

-I tant, i tant —decía la buena mujer abriendo la puerta de su frio piso.

Odiaba estar allí porque en invierno era una nevera al no tener calefacción. Solo tenía una estufa de butano y yo me sentaba muy cerca, pero al cabo de un rato me dolía mucho la cabeza. Ella se sentaba a mi lado y me sonreía a ratos, otras veces se ponía a cantar alguna cancioncilla y a mover las piernas regordetas. A veces me traía de la cocina un vaso de leche por la mitad y un par de galletas húmedas. Y las más de las veces, cada vez con más frecuencia, pasaba absorta mirando a la nada la mayor parte de la tarde. Cuando mi madre se encontraba mejor, ella misma llamaba a la puerta para recogerme, podían pasar horas.

La señora Encarna no tenía ducha. Tenía un pequeño cubículo en el que había retrete, pero nada más, ni lavamanos ni plato de ducha. Nunca lo vi con la luz encendida y olía muy mal. Solo una vez le pedí ir, pero, después de aquello, siempre me esperaba a que mi madre viniera a recogerme.

Un día la señora Encarna murió. Fue un día cualquiera, y solo recuerdo a dos hombres muy fuertes sacándola en un saco negro en la casa. Era muy grande, aunque ella era muy menudita. Nunca entendí por qué se me quedó grabada esa imagen tan extraña al ver sacar su cuerpo. Aún recuerdo el fru-fru del saco al manipularlo aquellos dos hombres; eso, y el olor a pis seco que salía dentro de aquel piso pasado de época. A ellos les costó girar para bajar las escaleras. Mi madre y yo lo vimos. Ella lloraba, yo no.

(La fragilidad de las tazas de té. Sonia Rico. Elvo editorial)

Sonia Rico

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